Buena parte del narcotráfico se ha ido de Colombia a México,
el mito de El Dorado tiene varias formas. En Gatopardo, Ioan Grillo casi sufre un ataque
de pánico en un túnel bajo tierra, al sentir cómo disminuye el oxígeno y
escuchar de pronto al río Cauca fluir poderoso encima, como si fuera a colapsar
el túnel. Son dos de las causas de muerte entre los mineros del oro en
Colombia. El metal ha subido de precio, la fiebre del oro está de vuelta, y las
milicias armadas se lo disputan. Extorsionan a los mineros. Es la nueva
cocaína.
Alma Guillermoprieto sostiene
en El Puercoespín, que la conclusión más desalentadora de la guerra contra el
narco es que tal vez no se haya librado. Cita dos artículos de Héctor de
Mauleón (uno
sobre Beltrán Leyva y otro
sobre el Chapo Guzmán) para la revista Nexos, alimentando las sospechas de
conexiones de los capos incluso con miembros de sucesivos gabinetes. Las
grandes victorias del Estado contra el narco se deberían a inteligencia de los
propios narcos. Lo que habría sería una guerra entre narcos, desatada por el
gobierno mexicano, en la que el límite entre el Estado y el mundo del crimen es
difuso. Hasta el punto de que los Zetas eran miembros de la unidad antidrogas
del Ejército, y hoy han llevado al paroxismo la violencia, rompiendo todo
código de honor y guerra. La veneración a La Santa Muerte por parte de las
bandas del Golfo, los asesinatos de muchachas centroamericanas para ofrendarlas
a esta figura macabra, los asesinatos de mujeres en Juárez, hablan de una nueva
cualidad en el ejercicio de la violencia. Sin embargo, Guillermoprieto no cree
que se pueda hablar de un Estado fallido, porque en un estado fallido “los
conductores no se detienen en la luz roja y la basura no se recoge puntualmente”.
Lo cual parece más bien Venezuela. En Nexos, el
constitucionalista Pedro Salazar Ugarte escribe
una crónica de su viaje oficial a la República Bolivariana, que no difiere en
mucho de los relatos de otros viajeros, pero del siglo XIX. La hospitalidad y
la atención son impecables, la gente es igualitaria, nivelada en una clase
media baja, y bastante uniforme. La ostentación y el lujo oficiales contradicen
el discurso revolucionario. Caracas es desaliñada y decepcionante, pero entre sus
interlocutores campea la megalomanía (el Quijote fue inventado en Venezuela, el
mejor país del mundo, el mayor vitral del mundo, etc.).
Ve poco de la ciudad. Otros delegados son marcados por
guardias de seguridad cuando salen a trotar.
Al asistir a la apertura del evento oficial la Presidenta del
Tribunal Supremo habla de “la odiosa separación de poderes”. Luego, el
presidente Hugo Chávez extiende a casi tres horas su discurso de 20 minutos,
interrumpido treinta veces por aplausos. Un diputado sentado en la fila de
atrás repite cada palabra del líder. Salazar Ugarte anota que “el tirano se
apodera de nuestro tiempo a capricho”. Cuando al día siguiente se da cuenta de
que otro evento es una celada propagandística lo abandona, pero no lo dejan partir
al hotel sin su chofer.
Al abordar el avión, escribe: “México, mi país, con sus
miles de problemas y su indignante injusticia social, se me antojó moderno,
democrático y libre”.