ProDaVinci, El Puercoespín.
Los Malditos: la epifanía de Rafael José Muñoz
Un día de 1963, el poeta Rafael
José Muñoz observaba una camioneta de la policía naval rodando por la calle. De
pronto cruza, y se detiene frente al vehículo, casi provocando un accidente.
Los policías se le echan encima; Muñoz explica: “Tengo poderes mentales. Sabía
que detendrían la camioneta y no me aplastarían”. Recibió una tunda, y lo
internaron en el retén de La Panta, en Caracas. Allí siguieron los maltratos,
pero el poeta, por entonces militante del MIR de Venezuela, estaba en otro mundo.
A los días lo soltaron. “Está enfermo”, dijeron. La historia es narrada por el
poeta Juan Liscano, amigo de Muñoz, en el epílogo a su libro El círculo de los tres soles. Abrirlo en
cualquier página es encontrarse con la sorpesa de la libertad más absoluta.
ProDaVinci publica
el perfil que del poeta escribió (también
apareció en
El Puercoespín) el menor de sus hijos, el periodista Boris Muñoz, para
el libro Los Malditos, editado
por Leila Guerriero para la Universidad Diego Portales de Chile, con trabajos
similares sobre otros escritores de América Latina. Muñoz recuerda la última
vez que vió a su padre, que sufría una cirrosis terminal, al despedirlo para ir
al colegio: los besos en las mejillas, el rostro sin afeitar, los cabellos
encanecidos de aquel hombre de 53 años, el aliento a hígado alcohólico. Mientras
esperaba el autobús escolar, el niño vió pasar la ambulancia que recogería a su
padre. Sensorialidad extrema e ironía cósmica: en el texto que ahora le
escribe, refleja la poética del viejo. Como en el papelucho que conservó
durante años en su billetera:
“En los ojos del loro está el
secreto del sol
y de la formación del mundo
sideral”.
El perfil de Muñoz es a la vez
personal y cumple con los estándares profesionales. Tiene detalles poco
frecuentes, como la filigrana alternación entre el tono testimonial (mi padre, papá) y el impersonal (Rafael José, el poeta). No duda en oponer el testimonio
entusiasmado del amigo y “hermano mayor” Juan Liscano, compañero de correrías
metafísicas y ocultistas, a la mirada escéptica del poeta y crítico literario Guillermo
Sucre, a quien sin embargo, “la confusión babélica, que por momentos recuerda
la “cristalina mezcolanza” de Rimbaud”, le hace “hablar de una desmesura y una
mitología personal que elevan a Rafael José Muñoz de rango”…
La vida del poeta Muñoz pareciera
haber estado enrumbada hacia una gigantesca epifanía entre 1964 y 1968, en la
que produce con frenesí clarividente El
círculo de los tres soles. Los mismos poderes mentales que impidieron su
arrollamiento y ya lo habían ayudado a resistir incólume la tortura durante la
dictadura de Pérez Jiménez, lo propelen a superar una crisis existencial
terminal, desechar el ideal de la lucha armada, y controlar la bebida. Según el
hijo, el año de 1964 “puede verse como la aparición de una galaxia tras la
explosión de una supernova: se sintió renacer”.
El poeta creció como peón en la
hacienda de su padre Agustín, quien pocos años después moriría “asfixiado y en
sus brazos, intentando decirle algo”. En el último poema del libro, se reencuentra con
él:
“¿Quién me regalará plumas de Cristofué,
quién olerá
raíces en la tarde, quién cogerá
los nidos,
quién se internará en el patio de
las coitoras
y llamará a los muertos,
y levantará una lápida con un
ladrillo que diga: Kroft,
umugen de bornsnet, bertiken ats grubest,
buitemb uonem para las rocas de
Anchuría,
sombrest para el delirio?”
Al final, se consumió en el
alcoholismo. Su hijo Boris Muñoz consigue también el reencuentro, pero en otro
lugar. En este texto sereno, lejos de reproches o exaltaciones, como un padre comprensivo
que mira hacia atrás lo que ha logrado el hijo. Allí se esconde el regalo del
poeta al niño:
“Porque está claro, mi hijo es mayor que yo
y yo soy mayor que mi padre.
Mejor me explico: Mi hijo tiene
40 años,
yo tengo 36
y mi padre 32…”
(Desde las Sumarijas Regiones)