miércoles, 25 de enero de 2012

Ver al tiempo trabajando

En Babelia, Antonio Muñoz Molina recuerda la España que ya durante la quiebra de 2008 persistía en los proyectos dispendiosos y sin sentido. Grandes fastos visuales y ojos cerrados. Un discurso público cargado, velando lo que en verdad ocurría. En otra época, el oro de la Indias y los préstamos de banqueros genoveses llegaron a las pobres tierras que recorrieron Don Quijote y Sancho. “Mirar lo que se tiene delante de los ojos requiere un constante esfuerzo”, decía Orwell, pero ahí estaba –a diferencia de hoy- la agudeza de Cervantes, quien supo ver “el relumbrón, la fantasmagoría y la quiebra”. El episodio de los dispendiosos Duques encuentra su paralelo hoy y lleva a la misma pregunta: “sobre qué base productiva se sostiene toda esta exhibición”. La consigna común: "Por el solo hecho de haber nacido aquí te lo mereces todo; has tenido la suerte de pertenecer por nacimiento al pueblo elegido; y si algo te falta no es culpa tuya, ni nuestra, sino de esos de fuera, los que nos invadieron y ahora nos sojuzgan". La imagen de esta ceguera gregaria (sobre esto, Péter Nádas en este post) se encontraría en el Retablo de las Maravillas, un entremés de Cervantes en el que un grupo de comediantes presenta un falso espectáculo de pueblo en pueblo, diciendo que sólo aquellos que no tengan sangre judía o morisca serán capaces de verlo. En esta disposición, el tiempo transcurriría en vano, como dijera Machado: "El vano ayer engendrará un mañana / vacío y por ventura pasajero..."

Gregarismo e individualismo implican formas distintas de ver y de estar en el tiempo. David Kamp escribe en Vanity Fair sobre Lucian Freud, el pintor británico nieto del creador del psicoanálisis, fallecido el año pasado a los 88 años en plena actividad creativa, con una ética de trabajo que sería a la vez el reconocimiento de la mortalidad y una barrera contra la misma. Contrariando un enfoque muy influido por su ilustre abuelo, para Freud el artista era irrelevante y lo que importaba era su obra. A pesar de esto, Kamp arma su retrato apoyado en ella y se adentra en la privacidad del pintor, que tuvo 14 hijos de seis mujeres, y conservó cálidos recuerdos de su abuelo, aunque no daba un duro por el psicoanálisis. Su amistad con Francis Bacon lo ayudó a pintar con más osadía. Freud construía una relación personal con sus modelos: muchos de sus hijos pudieron finalmente vincularse (no sin conflictos) al padre absorbido en el trabajo, modelando para él. También pintó a Jeremy King, dueño del Wolseley en el que cenaba varias veces a la semana, a su asistente en los últimos veinte años, David Dawson, a su corredor de apuestas. Las sesiones eran, irónicamente, un psicoanálisis, en el que el modelo quedaba totalmente expuesto. Sólo que este Freud hablaba mucho y no estaba limitado por la ética profesional del psicoanalista, por lo que en varias ocasiones sus modelos fueron también sus mujeres, la última, una estudiante de arte 50 años menor. A todos los consentía (cocinaba para ellos), pero también exigía una enormidad, hasta encontrar su esencia. “Quería que hablaras para ver cómo tu rostro se movía. Sus ojos increíbles penetraban en ti”, recuerda  el artista David Hockney. El trabajo era lento, sostenido, prolongado, lo opuesto de la impaciencia que mostraba con todo lo que estaba fuera del atelier. Jeremy King, el restaurateur,  lo describe así: “soy lo que soy. Esto es lo que me gusta hacer. Si tú quieres encajar en eso, eres muy bienvenido a mi vida. Pero no trates de transformarme en lo que no soy”. Freud trabajaba en un gran retrato de Dawson con un perro cuando no pudo estarse más en pié (pintaba parado) y subió a su habitación. En dos semanas falleció. Había dicho que su trabajo era “un intento de un registro. Trabajo desde personas que me interesan, que me importan, y en las que pienso, en espacios que habito y conozco”.
En el 2012, habrá retrospectivas de sus retratos y dibujos en Londres, Texas y Nueva York. El “Retrato del Perro” estará inconcluso. Como un work in progress.
El New York Times reseña la exposición de fotografías de Patti Smith en Hartford, Connecticut. Afirma que la músico no es una gran fotógrafa. Sus fotos recuerdan las de artistas muy jóvenes, su fijación con la muerte parece adolescente. Y de pronto, dos espacios con la apariencia de santuarios, uno dedicado al poeta Rimbaud, lectura de adolescencia de Smith, y otro a Robert Mapplethorpe, su amigo fotógrafo muerto de SIDA, expresan de forma naif lo que Roland Barthes formula en su libro “Camera Lucida”, escrito luego de perder a su madre: la idea de que la fotografía tiene un acceso especial a la muerte. 

No hay comentarios: