Gregarismo e individualismo implican formas distintas de ver
y de estar en el tiempo. David Kamp escribe en Vanity Fair sobre Lucian Freud, el
pintor británico nieto del creador del psicoanálisis, fallecido el año pasado a
los 88 años en plena actividad creativa, con una ética de trabajo que sería a
la vez el reconocimiento de la mortalidad y una barrera contra la misma. Contrariando
un enfoque muy influido por su ilustre abuelo, para Freud el artista era
irrelevante y lo que importaba era su obra. A pesar de esto, Kamp arma su
retrato apoyado en ella y se adentra en la privacidad del pintor, que tuvo 14
hijos de seis mujeres, y conservó cálidos recuerdos de su abuelo, aunque no
daba un duro por el psicoanálisis. Su amistad con Francis Bacon lo ayudó a
pintar con más osadía. Freud construía una relación personal con sus modelos:
muchos de sus hijos pudieron finalmente vincularse (no sin conflictos) al padre
absorbido en el trabajo, modelando para él. También pintó a Jeremy King, dueño
del Wolseley en el que cenaba varias veces a la semana, a su asistente en los
últimos veinte años, David Dawson, a su corredor de apuestas. Las sesiones eran,
irónicamente, un psicoanálisis, en el que el modelo quedaba totalmente
expuesto. Sólo que este Freud hablaba mucho y no estaba limitado por la ética
profesional del psicoanalista, por lo que en varias ocasiones sus modelos
fueron también sus mujeres, la última, una estudiante de arte 50 años menor. A
todos los consentía (cocinaba para ellos), pero también exigía una enormidad, hasta
encontrar su esencia. “Quería que hablaras para ver cómo tu rostro se movía. Sus
ojos increíbles penetraban en ti”, recuerda el artista David Hockney. El trabajo era
lento, sostenido, prolongado, lo opuesto de la impaciencia que mostraba con
todo lo que estaba fuera del atelier. Jeremy King, el restaurateur, lo describe así: “soy lo que soy. Esto es lo que me gusta hacer. Si
tú quieres encajar en eso, eres muy bienvenido a mi vida. Pero no trates de
transformarme en lo que no soy”. Freud trabajaba en un gran retrato de Dawson
con un perro cuando no pudo estarse más en pié (pintaba parado) y subió a su
habitación. En dos semanas
falleció. Había dicho que su trabajo era “un intento de un registro. Trabajo
desde personas que me interesan, que me importan, y en las que pienso, en
espacios que habito y conozco”.
En el 2012, habrá retrospectivas de sus retratos y dibujos
en Londres, Texas y Nueva York. El “Retrato del Perro” estará inconcluso. Como
un work in progress.
El New York Times reseña
la exposición de fotografías de Patti Smith en Hartford, Connecticut. Afirma
que la músico no es una gran fotógrafa. Sus fotos recuerdan las de artistas muy
jóvenes, su fijación con la muerte parece adolescente. Y de pronto, dos
espacios con la apariencia de santuarios, uno dedicado al poeta Rimbaud,
lectura de adolescencia de Smith, y otro a Robert Mapplethorpe, su amigo
fotógrafo muerto de SIDA, expresan de forma naif lo que Roland Barthes formula en
su libro “Camera Lucida”, escrito luego de perder a su madre: la idea de que la
fotografía tiene un acceso especial a la muerte.
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